jueves, 3 de diciembre de 2009

Desprogramación

La capital apestaba. El gris oscuro del invierno a media tarde me estremecía y no me dejaba pensar.
Todo me resultaba inútil e indiferente. Leer el diario, comer, mirar televisión, hablar con gente que no me importaba, dormir y trabajar… sobre todo trabajar.
Bastaba conocer un día mío de la semana para conocerlos todos. Me atormentaba no ser yo mismo y alejarme cada vez más de mi esencia. No es que sea por decisión mía, sino que esta sociedad te lleva a ser un estereotipo de persona, un modelo estándar que hay que imitar para pertenecer.
Aquella tarde la oficina estaba más oxidada que otros días y varias soledades y yo tomábamos té mirando un monitor de computadora. Nunca me había dado cuenta pero el ambiente de la oficina era similar al de un hospital público. Mi vestimenta laboral estaba inundada de rutina y cansancio. El hastío se acumulaba en mi garganta imperceptiblemente como suele suceder con la mugre y suciedad en los muebles antiguos. Cada vez que cruzaba la puerta del trabajo me decía, “serán solo 8 horas, un tercio de tu día, solo olvidate de tu existencia y programate en piloto automático, al salir podrás dedicar a ti mismo las horas que te sobran hasta el nuevo día “
Faltando dos horas de que termine mi jornada laboral, sucedió que el piloto automático se desprogramó. Mi jefe acudió a mi oficina y reprochó mi pésima labor, a lo que sin dedicarle mucha atención respondí que él tenía razón, como siempre, por el simple motivo que los superiores siempre la tienen, sobre todo cuando no es así. Tardé cinco minutos en comprender que el extenso sermón que me propiciaba significaba que estaba despedido. Acto seguido, en su oficina, me abonó mi correspondiente sueldo, aguinaldo e indemnización. En el momento en que tomé el fajo de billetes sentí el quiebre en alguna parte de mí y desperté del letargo y dejé de ser un simple espectador pasivo de mi vida. En el mismo instante que tomé los billetes, los aventé con todas mis fuerzas hacia la cara pálida de mi jefe; el impacto lo dejó anonadado y no pudo emitir palabras tras la seguidilla de insultos que abatí contra él y sus familiares. Ni bien me quité el hastío de la garganta me escapé corriendo hacia la puerta de salida mientras me sacaba el traje negro que lucía, que ya no soportaba más.
No tenía conflicto con mi superior, sino que no quería continuar con un modo de vida que no toleraba.
Al salir a la calle Florida semidesnudo, pude ver a todos los oficinistas caminando apurados hacia no se donde y sentí lástima por ellos por primera vez en mi vida; en ese momento comprendí que al no tener trabajo era un poco mas pobre que antes, pero mucho mas libre…


Facundo Joel

1 comentario:

Vigia dijo...

Debo confesar que nunca me encontré tan de acuerdo con uno de sus fabulosos escritos como con este. Varías fueron las discusiones a las que me vi compelido sostener por decir que "el trabajo es la esclavitud de la modernidad".
¿Será que estamos condenados a zambullirnos en un rio sucio y pestilente de ocho horas diarias para emerger a la superficie por algunos minutos para pagar nuestras cuentas y volver a sumergirnos?
Por mi parte, cada día me canso un poco más de doblar mis dedos y sacarle mentiras o hacer números sacándoles verdades como dijo un viejo poeta. Solo hay que buscar el momento oportuno y desprogramarnos, sacarnos ese traje social, esa pobreza de espiritu, que nos abruma, nos destruye y acaba por volvernos una tuerca, tan funcional -tan inerte- como cualquier otra.