martes, 21 de julio de 2009

Retrato de quien no soy

Las horas se marchitaban y la soledad no se rendía
Hacía tiempo que era un simple espectador,
Los días se fugaban de mi existencia
Y el viento susurraba mi desgracia al oído

Trataba de no huir y quedarme, no escaparme
Burlarme del reloj y reírme a carcajadas de la rutina
De despertarme repentinamente
O tan solo dormir por siempre

Solía parecerme a los demás
Buscando identificarme con los modelos preestablecidos
Obedecer a las publicidades
Y caminar sin mirar los ojos de la gente

Aunque de vez en cuando volvía a ser yo
Seguía siendo, tan solo, un espejismo eterno del recuerdo
Un charco cristalino de lluvia
Que se secó en la infinita humedad de la tristeza


Facundo Joel


domingo, 12 de julio de 2009

Vuelta al barrio


Y allí estaba yo. Devuelta donde todo empezó. Aún me acordaba de sus calles, sin siquiera verlas, las encontraba en cada paisaje en todos los ambientes: sus intersecciones irregulares, su empedrado añejo y sus negocios característicos.



Pero no es cierto. Me engaño a mi mismo, pensando que el barrio se mantiene igual, que los olores me esperan y que el tiempo abrió un abismo el día en que marche. Los comercios no son los mismos, es verdad. Los que lograron sobrevivir al tiempo, el enemigo innato que tiene la vida, se encuentran bastante deteriorados.



En una de las cuatro esquinas de la calle 9 y 12 me encontraba ahora, con una lagrima desprendiéndose de mi alma. Pensar que estas baldosas en las que me sostengo fueron pisadas por los mismos pies en todas mis etapas de madurez. Mi huella invisible se encuentra ahí.



En la mano derecha de la 9 está la carnicería “don pepe”, la cual lo único que conserva es el nombre y los precios bajos; don pepe falleció hace 10 años. La organización de la vidriera diside a la anterior y el cartel que ahora otorga identidad al negocio es uno moderno con letras luminosas.



Tres casas a la derecha, se encontraba la sucia proveeduría, perteneciente actualmente a inmigrantes asiáticos que la rebautizaron con el nombre de “buenas ondas”. Cuando el padre de Mario era el dueño del local, recuerdo que hurtábamos todo tipo de bebidas alcohólicas siendo menores de edad, aún cuando nos parecían repugnantes. Miles de anécdotas resaltan mi memoria, que se mantiene intacta. Veo el vacío de un barrio detenido por el horario de la siesta, lleno de imágenes que se superponen entre si.



Enfrente del mercado camuflado entre las casas estilo colonial, tan solo había un comercio, a simple viste funcionando como un deposito en la actualidad. Allí se encontraba la tradicional “pulpería”. Cuando éramos unos niños nos horrorizaba entrar, la oscuridad y el humo que emanaba el lugar aterrorizaba hasta al más valiente. Mi padre concurría seguido a la pulpería donde se reunía, jugaba y se embriagaba con los “amigos” que mas tarde lo traicionarían en un negociado de turbio desarrollo. Al crecer, mi sensación con dicho lugar se trasformó de respeto a repugnancia, no podía evitar relacionar su entorno con la vejez.



A decir verdad, cada comercio de este lugar me marcó enormemente, como el kiosco de “La Martita”(Una mujer adorable que a mi parecer siempre fue una mujer mayor, pero por algún motivo le seguían diciendo “Martita”) ubicado en la 12 entre la 7 y la 5; y también “La Vieja Casona”, establecimiento histórico donde más de una generación como la mía perdió su virginidad.



Las nubes se fueron posando en lo alto, ganando terreno en el cielo, mientras la aguja de mi reloj se posaba en el número 4. Insulsamente los locales comenzarían a subir las persianas y las vecinas a sentarse en las sillas de las veredas para hablar de sus maridos.



Los estudiantes de la primaria Normal 10 empezarían a salir, reluciendo sus pintorescos guardapolvos y sus nuevas figuritas usadas que lograron intercambiar en los recreos.



En media hora, pero de hace 50 años atrás, mis amigos (entre ellos seguramente El polaco, Mario y el Panza) me pasarían a buscar para ir a jugar un “picado” a la plaza, se repetiría una vez mas la problemática de conseguir la pelota y finalmente terminaríamos comprándole el balón “un día” a La Martita.( El origen del nombre de las pelotas se remite a su escasa durabilidad)



Nada era igual, ni tampoco iba a serlo como lo fue antes; aunque me costaba distinguir si realmente era ocasionada por mi percepción que se abusaba de mi edad y no me permitía distinguir que el gran cambio se produjo en mi y no en el barrio.



Necesitaba descansar y sabía que venía al lugar adecuado. Me sentía testigo de mi propia vida, viéndome reír y llorar en cada una de las esquinas. Eran tiempos en los que me conformaba con ser y estar, los primeros verbos que se aprenden. Aquellas palabras que tanto significan. En cuestión de años deje de estar en los lugares que me hacían felices, y por lo tanto deje de ser. Mi identidad, fiel como Penélope, se quedo acá, con mis reliquias; esperando mi regreso, mirando el reloj a cada hora, deshojando calendarios. No me reconoció cuando me vio con mi aire cansado y mi lento andar. Me reprochó las largas noches de espera, pero luego se incorporó a mi, acompañada de una lista de recuerdos que dejé escondidos con ella.



Dos frases resonaron con el crujido de mis huesos al caminar por la vereda. “¿A dónde vas, si acá tenes todo? Vas a volver algún día y no nos vas a encontrar. Reprodujeron los labios de Mario aquel día en que subí al micro de larga distancia. Cada palabra retumbaba en mis oídos. No estaba arrepentido de lo que hice, cada uno elige su camino y lamentar su elección al ver el resultado provocado es un acto de cobardía.



Este es un lugar para quedarse a vivir, no para venir a morirse” Era una de las frases que reproducía mi padre como enseñanza de la historia de vida de mi abuelo, quien se mudó al barrio con una enfermedad crónica que le permitiría disfrutar tan solo un año de las alegría que se transmiten aquí. No creo que sea un error de mi parte; volver, implica vivir nuevamente cada segundo de vida, aunque esté cargado de muerte. Todo termina donde empieza, el ciclo de la vida concluye en un circulo que termina su curva donde el mismo lápiz comenzó a trazarla.



A lo lejos podía ver la silueta de la muerte, percibía que el hastío también había invadido su cuerpo; no parecía tener ganas de seguir cumpliendo su trabajo, pero disfrutaba de cada instante de él y nunca se equivocaba. Música sinfónica sonaban en los pasillos del túnel de la eternidad por donde multitudes presenciaron un mismo destino.



Los minutos se fueron marchitando, de la oscuridad se hizo luz y de la luz oscuridad; gran cantidad de dudas inundaban mi ser en la agonía de la nada y la eternidad, pero una certeza, la mas clara de todas las existentes, guiaba mi camino, la certeza de que siempre me quedaré aquí, en el barrio.






Facundo Joel