viernes, 9 de enero de 2009

Historia de un tren


El tren de las 8 de la mañana partió con dos minutos de retraso esa mañana de la estación Suarez. El sol de la renaciente primavera hacía lucir el metal desgastado de los añejos vagones.

El día no insinuaba ser trascendental y poseía en el ambiente un clima rutinario.

En el trayecto de Suarez a Villa Ballester ya no quedaban asientos desocupados y comenzaba a vislumbrarse algún que otro pasajero parado.

Felipe subió al tren en la estación Urquiza a las 8:21, después de una espera de diez minutos, atormentado por la ausencia de un desayuno suculento. Dudó en subir al furgón, donde generalmente se sitúan los viajantes con bicicletas o cargamentos, y decidió subir finalmente al vagón próximo, donde a metros de la puerta se situaba una mujer de pelo negro y ojos oscuros, que lo miraba penetrantemente.

Ya dentro del vagón Felipe pudo contemplar la heterogeneidad de la gente que se encontraba en el mismo espacio que él, pero que casualmente no tenían ningún tipo de relación ni conversación, con excepción al “permiso”, el “disculpe” y el “¿se baja acá?”.

A tres personas suyas se encontraba un hombre robusto, de apariencia desdeñosa y desprolija con los pelos despeinados cuya ocupación era albanil y su destino la estación colegiales.

No le sorprendería saber a Felipe que uno de cada tres hombres de ese vagón, al bajarse en Retiro, iría a una oficina a pasar un tercio de su día trabajando disconformemente para alguna persona que no conocían.

“De las mujeres que viajan en el tren, las de la mañana son las mas bonitas” Recuerda Felipe de la conversación con amigos, confirmando su tesis al contemplar una mujer de cabellos rubios que vestía botas de cuero.

A metros suyo lograba ver una pareja que no se amaba, un hombre frustrado, una mujer maquillada precariamente con los parpado hinchados de llorar, dos adolescentes preocupados por las posibles represalias de no sacar pasaje y un señor soltero de aproximadamente sesenta años, que miraba los paisajes de los barrios porteños con cierta nostalgia.

Personas de diferentes orígenes, edades, sexo, religiones, e inquietudes convivían día tras día en un mismo tren en combinaciones diferentes e inigualables, compartiendo el mismo viaje todas las mañanas. Lo único que los unía era el desinterés general de la existencia del otro.

Cada dos estaciones un vendedor ambulante se ocupaba de ofertar sus productos a gente sin cara y sin oídos. El mismo que ayer vendía tarjetas telefónicas, ahora buscaba la forma de vender discos de música, para mañana vender agujas de tejer; pero nadie se tomaba la molestia de registrar ese detalle.

Felipe ahora se dedicaba a ver sin mirar y cada tanto se cuestionaba porque motivo siempre viajaba parado.

Pero no todos se encasillaban en su humor mañanero, había quienes dedicaban el tiempo improductivo en leer, hacer crucigramas, hablar por teléfono, dormir y hurgarse la nariz.

Ya pasada la estación Colegiales a las 8:30, los ruidos que el tren emanaba y las falencias que se podían vislumbrar a simple vista de la maquinaria, dieron el puntapié a una gran desaceleración hasta el estancamiento definitivo del mismo.

El silencio se mantuvo estático en el vagón de Felipe durante los primeros 5 minutos de paraje improvisto. Transcurrido el mínimo de tiempo de paciencia global, las quejas murmullos y alborotos uniformes comenzaron a trascender. Ya no solo les molestaba el aroma a orina caracterizante del transporte, sino que estaban disgustados con lo perjudicial que sería esta demora indeterminada para sus actividades.

Las personas comenzaban a mirarse disimuladamente y en el fondo se escuchaban quejas típicas acorde a la situación.

Las soluciones más disparatadas y antagónicas lograban oírse. Una señora con cuatro décadas encima comentaba a la joven de su derecha, con un tono mas que elevado, la idea de escaparse por la ventana e ir a hacer la denuncia a la policía, debido a que lo acontecido era una estafa. Un joven cuyo vocabulario parecía ser bastante restringido opinaba que había que “arrebatar a los zarpados que paran el tren”

Mientras las puertas del vagón se mantenían cerradas y ningún empleado de la empresa de servicio se presentaba para hacerse responsable de la situación, cada uno de los pasajeros iba olvidando persuasivamente sus actividades y compromisos en el exterior.

Felipe volvió a mirar a la mujer de pelo negro y ojos oscuros junto a la puerta, mientras ella le devolvía la mirada para luego evitarlo y viceversa.

En un momento al mirarse se confundieron de tal manera que sintieron que se conocían eternamente, que sabían mutuamente de todos sus detalles y de que a pesar de las personas que los distanciaban físicamente en el vagón, estaban uno junto al otro. La manera en que la dama de nombre desconocido movía sus labios y los combinaba con la humedad de su boca, generaba en los ojos de Felipe una confusión tan grande que no podía distinguir aquella situación de cualquier sueño vulgar.

Durante esa fugaz interacción pasaron, horas o quizás segundo, o tal vez fue tan solo un minuto. Pero Felipe sabía bien que la teoría del tiempo era inconclusa y había situaciones como ésta, en que no existía diferencia entre un día y un segundo y la ley del reloj perdía totalmente todo su sentido racional.

De un momento a otro los pasajeros comenzaron a conversar cordialmente y a interactuar de un modo tan particular que ninguno quedaba excluido de cualquier charla. A un hombre que subsistía recolectando cartones y vendiéndolos a recicladoras se le escuchó platicar de política con un contador y mas tarde se incorporó discretamente un abogado, pero sin presumir por su capacitación o por su conocimiento. Los dos adolescentes que no habían comprado el boleto reían a carcajadas con un grupo de mujeres jóvenes que acaban de conocer. Esporádicamente todo se desfiguraba y se configuraba nuevamente de una forma distinta, alterada. Los pasajeros parecían colegas y el sol que hasta unos minutos los sofocaba y torturaba, ahora los destellaba y resplandecía con su luminosidad.

Felipe se decidió involuntariamente a acercarse a la mujer próxima a la puerta, que para ese entonces era una extraña conocida. Sus piernas avanzaban lentamente siguiendo las expectativas de los ojos de ella. Los labios de ambos presentían que los esperaba un destino común.

Pero como todo sueño profundo tiene un final interrumpido y termina en el momento en que no debería, dejando un trayecto de la historia sin recorrer; el mismo cuerpo de Felipe que avanzaba hacia la cara desconocida del deseo, se vio desmoronarse y golpearse contra el suelo tras el brusco y repentino arranque del tren Suárez. Varios viajantes más sufrieron la misma suerte, con lesiones intrascendentes.

El silencio se fue poblando nuevamente en el vagón y cada persona volvía a adaptarse al papel que representaba en la obra de la cotidianeidad.

El sudor y la humedad se fueron apoderaron del ambiente, y los pasajeros decidieron volver a la indiferencia.

Mientras Felipe lograba reestabilizarse y recuperar el equilibrio, la mujer de pelo negro descendió en la estación Carranza, perdiéndose de su vista, extraviada ahora en las profundidades de Capital Federal.

Felipe finalmente descendió en Retiro, como lo había previsto antes de subirse al tren, convencido en su totalidad que hoy sería un día como los anteriores.


Facundo Joel


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